Hay
quienes desean observar las luces rutilantes y oníricas de los supuestos ovnis,
y ver cómo sortean las trazas rectilíneas de los aviones con destino Barajas, ejecutando
imposibles movimientos que revelen de forma indubitable su origen alienígena, describiendo giros y
ángulos, practicando cabriolas y piruetas, aceleraciones y frenazos vedados por
las leyes físicas conocidas. Pero los aficionados a la astronomía solemos ser un
poco más modestos en nuestras aspiraciones y nos contentamos con buscar la luz
lejana de los objetos celestes de toda la vida, el tenue resplandor de las
polícromas nebulosas, de los brazos galácticos, de los vestigios leves de
viejas supernovas, de los poblados cúmulos. Queremos ver las colas glaucas de los efímeros cometas, sus
difusas comas… En fin, algo bastante más modesto y vulgar.
Pocas
son las limitaciones que existen para la observación exitosa de ovnis. Basta con
tener unas vigorosas ganas, una imaginación creativa o una fe inquebrantable en
sus apóstoles (creer para ver) Así, si vienen se reciben, y si no se imaginan
con fuerza hasta condensar sus oníricas imágenes haciéndolas realidad tangible,
según patrones propios o prediseñados. Si se pone el fervor suficiente en el
empeño, puede llegarse incluso a gozar la posibilidad de tomar unas cañas con
los fulgentes tripulantes de la ingrávida nao, averiguando así sus preferencias
en cuanto se refiere al asunto, en modo alguno baladí, del tapeo que, con su
correspondiente sazón pseudoespiritual, podría salvar al mundo de sí mismo.
Pero la
observación de los astros, pese a ser más sencilla y accesible, encara muchos más inconvenientes. Uno de ellos,
no menor, es la contaminación lumínica.
Es por
eso que los aficionados, especialmente aquellos que habitan grandes urbes, han
de peregrinar, cual penitentes, por montes y llanuras buscando oscuridad.
Sí,
oscuridad. Sólo en los más oscuros y despejados cielos puede verse la luz de
los cuerpos celestes en todo su esplendor. Sólo la oscuridad nos revela la luz.
Puede sonar paradójico, pero así es casi todo en la vida.
Buscar
cielos oscuros es una tarea cada vez más ardua, que impone largas diásporas. Por aquí nuestros nortes
se resumen en el hongo de luz de Madrid hasta bien pasado el centenar de millas.
El imperio de la farola se nos muestra tiránico e inmisericorde, nos jode bien
jodidos. Pero continuamos buscando y plantando nuestros trípodes, ora en esta
vaguada, ora en aquel collado, ora en esa llanura.
La
ermita del Cristo del Valle, en el término municipal de Tembleque (Toledo) fue el
destino de la última misión expedicionaria prospectora de cielos oscuros en la
que he participado. Aconteció el día 30 de Julio de 2016
Aun
careciendo del don de la prognosis se podía adelantar con poco riesgo y ya desde la propuesta,
que el lugar iba a ser algo mejor que algunos y algo peor que otros. Nada que
ver, en cuanto a calidad del cielo, con esos negros hasta el horizonte que gozan
los desiertos procelosos de Gobi, pero es que aquello queda algo a trasmano.
Bueno,
resumiendo, el paraje no estaba del todo mal, ni del todo bien. Así lo
determinaron las necesarias comparaciones con la ermita de Melque o Corral de
Almaguer, lugares clásicos de observación para los estrelleros del muy
metropolitano arco sur de Madrid. Aunque la evaluación se vio indeseablemente
iluminada por unas nubes bajas, más numerosas y persistentes de lo que exige el
protocolo. La inoportuna nubosidad no tardó en provocar el desistimiento de Pablo
(“El doctor Bacterio”), pero como no hay mal que por bien no venga, el muchacho
extrajo una inesperada guitarra de entre sus cachivaches astronómicos, y se
ocupó en amenizar la noche con canciones brillantemente interpretadas.
Aquí
dejo unas fotos de la dura campaña.
Circumpolar del Cristo del Valle |
Fotografía de Roberto Ferrero |
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